Serrat: Oda a su perro Pepe (y otras mascotas)


Pepe, el perro actual de Serrat.




Por Joan Manuel Serrat

En general, prefiero los perros a los gatos del mismo modo que me gusta más el mar que la montaña y el pescado que la carne, pero nunca desdeñé la belleza de las tierras altas ni le hago ascos a un buen filete.

Digamos que no soy persona de blancos o negros, de afecciones rotundas y antipatías excluyentes, y que solo la lealtad que mi perro espera de mí me empuja a apostar por la fidelidad canina frente al desdén y la astucia distante y desconfiada del gato.

Mi perro Pepe es un pug que mi hija María nos dejó en préstamo cuando se fue a vivir a Londres y que a su regreso no le fue devuelto ni le pensamos regresar jamás, así sea con mandamiento judicial. Pues bien, si en lugar de ser un perro Pepe fuera un gato persa, ahora estaría defendiendo la felinidad con la misma contundencia aunque con otros argumentos.

Sin entrar en lo particular, dejando de banda el sentimentalismo, en una comparativa pragmática, reconozcamos que el perro es un animal más útil que el gato. Desde la antigüedad el hombre los ha domesticado. Se ha servido de ellos como pastores, guardianes, cazadores y sabuesos, y a sus habilidades como lazarillos, expertos en la detección de drogas y explosivos y en la búsqueda y rescate de supervivientes ha añadido recientemente su utilidad en determinadas terapias médicas.

En cambio, ¿alguien oyó hablar de gatos guardianes, gatos guía, gatos pastores o de caza…?

Me vienen a la memoria la perrita Laika, el primer ser vivo que viajó al espacio, y Barry, un bello San Bernardo que me mira desde un cromo de la niñez, que rescató a más de 40 personas en los Alpes y al que un monumento inmortaliza en Asnière, cerca de París. “Il sauva la vie à 40 personnes. Il fut tué par le 41ème” dice una inscripción al pie. Conmovedor, ¿no?

¿Conocen algún gato astronauta? ¿Cuando los ha sepultado un alud ha acudido a su rescate algún gato con un tonel de coñac al cuello?

Respetando las preferencias de cada quién y por grande que sea mi debilidad por los perdedores, rotundamente prefiero Idefix, Milú o Snoopy a Silvestre, Tom o El gato con botas.

Una vez hecho el elogio de la especie y volviendo a lo personal, confieso que Pepe ve una vaca y sale huyendo y que si se colara un ladrón en casa correría a esconderse conmigo debajo de la cama. Solo caza lo que cae de la mesa y me cuidaría mucho de prestárselo a ningún invidente al que no quisiera perjudicar.

Ni siquiera me trae el periódico en la boca por las mañanas o devuelve las pelotas que le arrojo, pero no importa. Él no sabe que es un perro y resultaría ridículo exigirle alguna de las habilidades que exhiben sus congéneres mejor informados.

Es un faldero y cumple como tal, como una mantenida.

Así le queremos y así nos quiere, tal como somos, más allá del saldo de nuestra cuenta corriente, el prestigio social y las listas de éxitos. Independientemente de lo que digan los periódicos o de cuál sea el estado del tiempo. Incluso por encima de mis sobornos.

Le admira que a mi voz el pernil aparezca y brinque como por encanto del refrigerador a su boca. Me toma por el mago del jamón en persona con la misma certeza con la que Tintín Jaramillo Samper cree que soy el dueño del Barça porque un día le presté mis tribunas a su abuelo para que lo llevara a ver un partido de futbol.

Mi perro me ayuda a mantener la salud.

Me saca de casa y me lleva de paseo tres veces al día.

Gracias a él y aunque ambos somos reacios a lo mundano, mantengo una cierta vida social con otros individuos de mi especie a los que, como a mí, sacan sus perros de paseo, y su exótica belleza es un reclamo infalible que hace que simpáticas señoritas se detengan curiosas y nos den conversación.

Pepe es todos los perros que tuve y los que de niño no pude tener.

Es los perros de los demás y los que adoptaba en el pueblo en los veranos, chuchos pulgosos que a cambio de la mitad de la merienda se convertían en mi compañero durante las vacaciones.

Dicen que los dueños se acaban pareciendo a sus perros. Ambos roncamos, a los dos se nos cae el pelo y aparentamos tener peor genio del que tenemos en realidad con la esperanza de que nos dejen tranquilos, así que probablemente con el paso del tiempo se me pondrá cara de besugo, me irritarán las sirenas y mi desconfianza con los uniformes irá en aumento.

Me gusta mi perro porque cuando llego a casa me recibe como a un ser querido que regresara de un largo periplo aunque haya ido a por el pan.

Me gusta porque yo le gusto y me necesita tanto como yo a él.

Me gusta mi perro porque atiende cuando le da la gana. Porque va a su bola. Porque parece un gato.